El inglés sigue siendo el idioma del mundo del arte

Hubo unos años, a comienzos del siglo pasado, cuando París era un imán para los artistas de todo el mundo, en que éstos, cualquiera que fuera su nacionalidad, solían dar a sus cuadros títulos en francés. Quedaba mucho más “chic” y era además congruente con la residencia de muchos de ellos.

Pero el francés se ha convertido mientras tanto en el idioma de la “excepción cultural”, del repliegue, del proteccionismo frente a la globalización anglosajona. Y ahora el mundo –también el del arte– habla inglés.

Aunque a veces se produzcan con ello incongruencias como la de titular “On Painting” (En torno a la pintura) una exposición dedicada actualmente en Canarias al arte que se hace en Latinoamérica. Queda mucho más moderno, más internacional.

Un comisario de exposiciones estadounidense llegó a proponer en cierta ocasión que el mercado del arte berlinés hablase exclusivamente en inglés si no quería parecer provinciano.

En inglés se redactan muchas veces los catálogos, las revistas de arte más influyentes, los anuncios de exposiciones internacionales, los comunicados de prensa de las grandes ferias o subastas, las notas que circulan continuamente en la Red.

Pero es un inglés en ocasiones muy particular que dos que lo han estudiado –el artista neoyorquino Davide Levin, y una estudiante de sociología de la Universidad de Columbia, en Nueva York llamada Alix Ruhe– han bautizado con el nombre de International Art English (siglas: IAE).

Su pretencioso vocabulario y su sintaxis tienen poco que ver con el inglés habitual al punto de que, según aquéllos, parece una mala traducción del francés con apropiaciones de la jerga filosófica, sociológica y psicoanalítica de lo que en Estados Unidos, en cuyo mundo académico fue muy popular a partir de los años setenta, se conoce como la French Theory ( Lacan, Foucault, Derrida, Deleuze, Lyotard y otros).

Para Levin y Ruhe, se trata en cualquier caso de una jerga pretenciosa, pedantesca y mimética que, bajo un supuesto barniz intelectual, esconde una falta de pensamiento autónomo, de capacidad crítica.

Hay quienes han tratado de defender a los que utilizan ese lenguaje, argumentando que se trata muchas veces de asistentes de galerías mal pagados y con exceso de trabajo que sólo buscan llamar la atención de eventuales comisarios de exposiciones.

Un conocido crítico británico, Brian Ashbee, lo llamó en su día de modo mucho más expresivo y directo “art bollocks”, que podríamos traducir algo libremente por “pendejadas”. Desde la pretendida autoridad de algunos de quienes lo manejan -ya sean pobres asistentes de galerías o reputados comisarios de exposiciones– se trata sobre todo de impresionar al público y a eventuales coleccionistas: oligarcas, nuevos ricos u cualquiera que desee invertir en arte.

Es una práctica que se ha visto sobre todo facilitada por el llamado arte conceptual, que parece exigir siempre una explicación teórica. Que no invita tanto a la contemplación cuanto al discurso. Un discurso muchas veces hermético y ambiguo que busca en cualquier caso condicionar e incluso apabullar al espectador, impidiéndole una experiencia autónoma y crítica de lo que tiene delante.

En su obra “La Palabra Pintada”, el novelista estadounidense Tom Wolfe predijo cómo un día los santones de la crítica -en su época eran los famosos Greenberg, Rosenberg y Steinberg– quedarían en la historia del arte como los auténticos creadores mientras que las obras de arte criticadas se publicarían en forma de pequeñas reproducciones del tamaño de un sello.

Y la gente se reiría de las generaciones que todavía acudían a los museos a contemplar directamente los originales. Ya sólo importaría el texto, que sería por supuesto en inglés.

Joaquín Rábago en el Faro de Vigo